“Creo que la India es el mejor país para ser animal” me comentó mi hermano aludiendo a la libertad con la que paseaban los pavos reales en el jardín y los cuervos y las ardillas se acercaban a nuestra mesa mientras tomábamos el té a las seis y media de la mañana en el Parque Nacional de Ranthambore, en Rajastán, India. Estábamos en el recién estrenado Oberoi Vanyavilas, en la terraza de mi habitación, esperando la llamada para salir de safari en busca de tigres. Aún no amanecía del todo… el cielo entre gris y violeta, con una que otra pincelada rosa. El aire fresco, brumoso y con un dorado perfume a hojas secas y a paja húmeda y coros de pájaros gritando, graznando, ululando y cantando desde los follajes. Aquello era el amanecer del mundo. Árboles con sus hojas mojadas de rocío despertando con la sonrisa de la aurora en la selva abrumada con el júbilo de las aves. Así deberíamos iniciar el día, comenté, y no con el insolente timbre del despertador. 

Subimos a las camionetas descapotadas y fuimos directo al fuerte de Ranthambore, una de las fortalezas más antiguas de la India, se comenzó a construir hace mil años y está situado a solo unos minutos del Oberoi. En la carretera nos cruzábamos con grupos de langures grises, esos monos tranquilos cuyo rostro negro, según el mito del Ramayana, fue resultado de habérselo quemado con el fuego con que Hanuman, el dios langur, incendió la ciudad del demonio Ravana.  También vimos decenas de familias de visitantes con niños subiendo hacia la fortaleza. Aparentemente esta es un área donde no merodean los tigres. 

Sobre rocosos riscos, en medio de un bosque mixto de árboles caducifolios, pastizales y estanques, se levantan los carcomidos muros almenados del fuerte. El paso implacable de los siglos y las guerras ha dejado las piedras de bastiones, paredes y barbacanas llenas de cicatrices. Alguien preguntó “¿por qué no las reconstruyen y las pintan?”, y un viejo respondió “porque perderían toda su dignidad… como cuando una setentona se tiñe de rojo el pelo, se hace cirugías por todos lados para levantarse lo que ya se cayó y sale a la calle con minifaldas” “Qué grosero eres, Carlitos” respondió la señora, una setentona simpática y llena de vida, a su esposo, quien había hecho el comentario.  

Durante hora y media exploramos el imponente fuerte escuchando la crónica de sus dinastías, maharajás, caudillos, asedios, derrotas, saqueos hasta llegar al abandono y el consecuente pillaje. Tengo entendido que recientemente, con apoyo de la UNESCO, se ha iniciado un proyecto de restauración profesional respetando la integridad del monumento y sus “canas y arrugas”, y evitando el decaimiento irreversible de muchos de sus magníficos salones, arquerías e irremplazables detalles decorativos. ¡Qué más quisieran los gobiernos de la India que disponer de ayuda exterior y recursos propios para salvar sus más de mil fortalezas, testigos de millares de historias de heroísmo, de amor y de sangre! Pero la India aún debe resolver el desafío del hambre, la salud y la educación de su pueblo. Su portentoso legado cultural, sus parques nacionales y sus tigres todavía no pueden ser prioridades.

Cuando las camionetas nos conducían al fuerte, los diecinueve integrantes del grupo mexicano, estirábamos los cuellos como periscopios a ver si veíamos algún leopardo, o un tigre. Vimos solamente un par de venados moteados y un jabalí, además de cientos de pájaros cruzando el cielo gris de la aurora o trepados en las ramas de los árboles. Del fuerte pasamos al Jogi Mahal, un elegante kiosco a orillas de un lago; se usaba como lugar de descanso durante las cacerías de tigres de los rajás y sus invitados, funcionarios ingleses aficionados al perverso deporte de matar fieras y tomarse ridículas fotografías sonriendo orgullosos con su presa muerta. A principios de 1900 se calcula que había más de 40 mil tigres en la India. La población de este formidable gato estuvo a punto de extinguirse hace unos 50 años. En 1973 Indira Gandhi lanzó el “Proyecto Tigre” destinado a la conservación de la vida salvaje y sobre todo a salvar al tigre de su inminente desaparición de los bosques indios. Sin atrevernos a cantar victoria, este proyecto ha comenzado a generar resultados positivos. De los menos de los 1411 ejemplares censados en 2006, en la actualidad la población de tigres ha subido a casi 3000. Se ha prohibido la caza deportiva. Pero la caza furtiva todavía no se ha logrado eliminar. En el mercado negro, especialmente los traficantes chinos pagan varios miles de dólares por una piel y cientos de dólares por huesos, músculos, órganos del animal usados en la medicina tradicional china. Por ejemplo, el pene disecado de un tigre, considerado – erróneamente – como un afrodisiaco, alcanza precios estratosféricos entre los farmaceutas chinos. Este tráfico de partes anatómicas del félido, es más difícil de controlar. Los cazadores clandestinos suelen jugarse la vida por atrapar una presa, pues de hecho sus vidas y las de sus familias, ya están en juego amenazadas por la miseria.     

Aquella mañana de noviembre, después de visitar el fuerte y dar vueltas por algunos senderos del parque no nos cruzamos con un solo tigre. Logramos ver a lo lejos un grupo de antílopes negros con vientre blanco (capicabras) pastando en una pradera luciendo sus largos cuernos espiralados… hermoso animal, pero demasiado tímido. Cuando la manada oyó los motores de las camionetas acercándose, todos los antílopes, en coro, desaparecieron brincando. Esa tarde, mi hermano y otros integrantes del grupo, renunciaron a salir “a ver animales” y prefirieron permanecer en el hotel para disfrutar del spa y la alberca. El día siguiente, después de oír sobre las delicias de la piscina, del masaje y los aromas de los aceites del spa la mitad del grupo se quedó en el hotel. Esa mañana, después de pasear por la selva, admirar los enormes banianos o higueras de Bengala; estos fascinantes árboles sagrados que desde sus ramas dejan caer raíces como si fuesen lianas hasta el suelo, ahí se encajan en la tierra y se convierten en nuevos troncos que después crecen, tienen ramas, raíces lianas y repiten el milagro de perpetuar su especie ocupando nuevos trozos de tierra. Durante el safari, llegamos a un estanque y nos topamos con un grupo de tigres, cinco o seis. Todas hembras, una de ellas con cachorros torpemente jugando sobre su lomo. El guía nos pidió guardar silencio y solo mirar, admirar aquellas fieras y sus encantadores críos. Después de unos veinte minutos continuamos en camino. A un kilómetro más o menos, nos topamos con un enorme macho caminando por el sendero de las camionetas. Los tigres suelen ser animales solitarios, a diferencia de los leones que viven en grupos, a veces hasta de veinte miembros. Aquel formidable ejemplar caminaba solo. La camioneta redujo a un mínimo la velocidad y se cargó totalmente a la derecha con la esperanza de poder alcanzar a aquel formidable ejemplar y dejarlo pasar a nuestra izquierda sin alterarlo. Finalmente lo alcanzamos. El felino, sin inmutarse, miró el extraño artefacto con ruedas y a sus azorados pasajeros.  Segundos después de haber lucido su terrible grandeza, el animal se internó en la maleza. Parecía como si nos hubiese regalado el privilegio de contemplarlo, de maravillarnos con el incendio de su piel rayada, de recordarnos que mientras su especie continúe cimbrando con su rugido los bosques de Siberia y la India habrá una esperanza de vida para nuestro planeta enfermo.