Una vez que estuvimos en Indiana, nos dedicamos a recorrer sus calles, y cuando el hambre arreció nos decidimos a entrar a un rústico comedorcito donde nos sorprendió el comentario de que había en ese lugar un convento de monjas mexicanas. Merodeamos por los alrededores hasta tomar un sendero que nos conduciría al próximo poblado donde embarcaríamos de regreso a Iquitos. Gozábamos el trayecto observando aves, escuchando sus cantos, disfrutando aromas diversos y de un cielo despejado.

El sendero nos condujo a un pueblo muy bonito, tenía un gran embarcadero y banquitas rodeadas de jardines. Nos sentamos a descansar y contemplar. Pasó el tiempo y no llegó ningún barco. Me acerqué a un hombre que también esperaba y me comentó que no saldría ningún barco a Iquitos, que él esperaba a su cuñada y a su hermano enfermo. Tenían un peque o canoa de remos y vivían en una comunidad vecina, a la cual nos invitaba.

Más tarde llegó la cuñada con su hermano, un hombre de mediana edad, pálido y retraído. Habían venido por medicinas. Nos presentamos, cruzamos algunas palabras y trepamos en la peque de madera, encantados de la aventura rumbo a lo desconocido.

Nos deslizábamos con suavidad, Felipe, el hombre que nos invitó, remaba rítmicamente. Felices, íbamos disfrutando del paisaje y el atardecer maravilloso que pintaba el cielo de bellísimos colores.

Ramón, el hombre enfermo venía tumbado en la canoa. De pronto, levantó la cabeza, me miró y dijo — usted me puede curar, hágalo— lo miré sorprendida. Tal era su certeza y súplica que con un gesto de cabeza asentí y me di a la tarea.

Quejándose puso su mano sobre la zona adolorida. Siguiendo mi intuición  me froté las manos y suavemente las puse sobre su frente, aspirando el dolor y exhalando amor bondadoso, después en su pecho, donde me detuve siguiendo el mismo procedimiento. Ramón yacía con los ojos cerrados vertiendo lágrimas que rodaron silenciosamente hasta convertirse en sollozos, continué en el plexo solar y por último bajo el ombligo, con la convicción de que la compasión y el amor que emanaban de mi corazón harían el milagro.  Poco a poco se apagaron los sollozos y se fue quedando dormido.

Llegamos a su comunidad oscureciendo, nos dieron de cenar pescado del río y arroz.  Hirvieron agua en el fogón para que bebiéramos aunque ellos tomaban directamente el agua del río. Nos brindaron un cálido alojamiento; y una cama donde dormimos de maravilla.

Luego, Ramón nos comentó que era curandero y que otro curandero le tenía envidia y le estaba haciendo el daño. Había adelgazado, sufría de dolores y se encontraba decaído.

Pasamos unos días estupendos conviviendo con la familia, paseando por los alrededores, visitando su huerta de cacao, el colmenar de abejas silvestres y conociendo la pequeña aldea enclavada en la selva amazónica.

Finalmente nos despedimos agradeciendo la hospitalidad; y de un Ramón más recuperado, sabiendo que no volveríamos a vernos.