No recuerdo el año cuando recibí la invitación para participar con un pequeño grupo de agentes de viajes en un Fam – Trip de Air France para cruzar el Atlántico de Washington a París en el Concord. Fue en el hotel del aeropuerto de Dulles donde me reuní con el grupo mexicano. Como suele suceder, los agentes de viajes, no todos, pero muchos sí, tienden a alardear de su experiencia con relación a la categoría de hoteles, de cruceros o primeras clases en su haber turístico. Rara vez hablan de los lugares y los tesoros culturales ‘pepenados’ en los más recónditos agujeros del mundo. Mi amiga, y amiga de muchos, Connie Scheller, era una de esas viajeras a quien jamás le importó si el hotel era de 5 o de 2 estrellas. Ella se regodeaba evocando sus aventuras cuando llena de lodo descendía en una balsa el río Gandaki en Nepal, o en un jeep amanecía viendo leones atrapando impalas en las sabanas de Tanzania.
Los asientos en el Concorde eran de dos en dos con el pasillo en medio. El interior de la nave era más estrecho y tubular que los jumbos. Los pasajeros, además del grupo de agentes mexicanos que nos identificábamos por traer todos el maletín de cabina con el logo de Concorde/Air France, era una colección de arquetipos de esa especie inaccesible de los ricos del mundo. Los ricos del mundo… algunos de ellos desaliñados esquizoides, casi autistas escindidos del entorno, descalzos y con jeans apestosos, caminado sin mirar a nadie cuando iban al baño. Otros, impecablemente vestidos de sport con ropa de marca, tampoco miraban a nadie, ni siquiera a su acompañante. A dos asientos de donde yo estaba, una sesentona sonriente iba acompañada por un educadísimo perrito perfumado de esos que parecen de peluche.
Al despegar el vuelo tanto mi acompañante como yo, abrimos el pequeño estuche forrado en tela con los colores de Air France en diagonal. Había que verlo todo. Sería un trayecto de dos horas y media de Washington a París. Después del aperitivo, caviar con champagne, se serviría la comida… estaríamos llegando a nuestro destino alrededor de las 19:00 hora local. A los 20 minutos de haber despegado, volando ya sobre el Atlántico alcanzamos el Mach 1 (la velocidad del sonido), y la mitad de los pasajeros aplaudió no sé si al piloto o al Concorde por la hazaña. Poco después rebasamos el Mach 2, es decir el doble de la velocidad del sonido, más o menos 2500 kms. por hora. Iríamos a una altura de 15 mil metros sobre el nivel del mar, se alcanzaba a ver ligeramente la curva de la esfera de nuestro planeta en el horizonte. Hacia arriba el cielo se veía más oscuro y hacia abajo todo era azul con enormes rebaños de nubes.
Creo que la comida a bordo fue mejor que lo normal en un avión, pero no recuerdo más que el estupendo vino. Al terminar, mi vecino limpió esmeradamente sus cubiertos y los guardó en el maletín. Me sugirió hacer lo mismo, ‘como recuerdo’. Yo me rehusé. Cuando pasó la aeromoza a recoger las charolas, le pregunté si podía comprar un juego de cubiertos como un souvenir del Concorde. Mi compañero se molestó porque lo había hecho quedar en evidencia, y más aún cuando la azafata me trajo cuatro juegos de cubiertos nuevos y envueltos en las servilletas, “para que comparta con la familia”, me dijo sonriente la chica.
No puedo decir más sobre aquel vuelo. Quizá únicamente añadir que el Concorde, en la cabina, no resultó ser más cómodo que el jumbo a pesar de que había más espacio para estirar las piernas y, por supuesto, la rapidez del trayecto. Sin embargo, haber tenido la oportunidad de cruzar el Atlántico en la aeronave más bella jamás diseñada, lo recuerdo como un privilegio. En el aeropuerto de De Gaulle, al regreso tuve la ocasión de ver despegar un Concorde. Fue algo impresionante ver el momento cuando el avión sale disparado, delgado como una flecha blanca con la inmensa delta de sus alas de albatros y después se yergue colosal y majestuoso para levantarse y perderse en unos segundos entre los vapores de la atmósfera. El Concorde estuvo en operación durante 27 años. Resultó ser demasiado costosa su operación; era más una cuestión de ego de Francia y Gran Bretaña que de negocio. Finalmente, en noviembre 26 de 2003 la saeta blanca realizó su último vuelo transatlántico y su memoria se irá perdiendo para las nuevas generaciones que no han tenido el privilegio de conocerlo.