A través de los larguísimos siglos de la Edad Media Europa sufrió una lenta metamorfosis para transformarse de los despojos del Imperio Romano en el continente políglota que fue la Europa del Renacimiento, muy parecida a la actual. A lo largo de un milenio, los señoríos feudales irían modificando su fisonomía y costumbres en diferentes estructuras fetales hasta alcanzar el magnífico sistema del continente al que tanto nos gusta viajar.
Durante el Medievo, además de las invasiones procedentes del Norte y el Oriente, la presencia cada vez mayor de las órdenes monásticas fue tomando una importancia determinante en los pequeños condados y principados. Por todos lados aparecieron grandes iglesias y monasterios que acabarían convirtiéndose en centros de autoridad religiosa y civil. Entre estos monasterios el inmenso complejo monacal cisterciense de Cluny (correspondiente a una reforma de la regla de San Benito) en el sur de la Bretaña sería el mayor y más influyente. Cluny, “Luz del Mundo”, “Capital de la Inteligencia”, fueron algunos de los apelativos empleados al referirse a este inmenso monasterio por el Papa Urbano II (él mismo un cluniacense), poco antes de proclamar la 1ª Cruzada en 1095 d.C. Las riquezas insólitas y el poderío alcanzado por la abadía de Cluny fueron desmoronando los principios en la comunidad y en el siglo XII se inició su decadencia. Durante las guerras de religión en el siglo 16 la devastación era ya irreversible. Finalmente, la iglesia Abadía fue destruida durante la Revolución Francesa. Sin embargo, las ruinas sobrevivientes de las debacles históricas conservan magníficos testimonios de la antigua grandeza de Cluny. El Campanario del Agua Bendita levanta sus 62 metros sobre la silueta de la aldea.
Muy cerca de Cluny se extienden las gentiles campiñas del vino más risueño y gentil de Francia: los viñedos del Beaujolais, los más extensos de Borgoña y tal vez de Francia. Este vino ligero, sin las pretensiones y apellidos de la alta nobleza como lo son los vinos de los plantíos del norte, a un lado de Dijon, son los que sirven como
“vino de la casa” en muchos bistrós y tabernas de pueblo. Gran parte del Beaujolais se cultiva en la región de Lyon pero todas sus caldos conservan la característica alegría y buen humor de la gente que lo cultiva. En todos los pueblos de la región de Beaujolais hay decenas de pequeños restaurantes típicos donde se pueden disfrutar de sencillos festines acompañados del vino local, pero la mejor opción, a mi gusto es irse al campo, respirar el aire que respiran las uvas en compañía de una novia de labios respingados y piernas hermosas doradas por los soles de la Borgoña, con dos botellas en una canasta, un trozo de Reblochon, mantequilla de Normandía y una deliciosa baguette recién horneada…
El casco antiguo de la pequeña ciudad de Beaune, en la Borgoña, es un nudo de callecitas adoquinadas y viejas casonas recubiertas de cuentos de duques, condes, monjes y campesinos normalmente en pugna por las tierras y viñedos de los alrededores. Entre sus grandes monumentos, Beaune hace alarde de mosaicos, torres con techos puntiagudos y toda la magnífica extravagancia del Hospital de Dios, sin exagerar, uno de los edificios más bellos y originales de Francia. Entre los tesoros de este hospital nos encontramos con la obra maestra de Rogier Van der Weyden, el políptico del Juicio Final. En el poderoso estilo del primitivo maestro, intenso, expresivo y sutilmente trazado con una calidad específicamente flamenca el retablo del Hospital de Dios solo es comparable, a mi gusto, a ese portentoso “Descendimiento” del Museo del Prado. En la antigua colegiata de la Iglesia de Notre Dame se ha instalado el museo del vino. Aquí se narra la historia la historia del vino de borgoña, ilustrada con una exhibición de las herramientas del oficio incluidas las enormes prensas de las se extraía el mosto y otros fascinantes utensilios de este milenario oficio.
La cantidad de aldeas encantadas de la Borgoña bien puede justificar un viaje exprofeso de dos o tres semanas explorando caminos, viñedos e iglesias medievales. La Edad Media sembró de castillos y abadías las viejas tierras de Francia, y con ello florecieron en cada rincón y atrás de cada muralla centenares de historias y cuentos… pero son sus viñedos los que atesoran lo más rancio de sus leyendas y lo más entrañable de sus cuidados. Esto hay que verlo en las regiones aledañas a Dijon, en la Côte D’Or y las tierras vecinas, donde se producen vinos superlativos cuyos nombres se deben pronunciar con la solemnidad de una plegaria. Entre los nombres excelsos de esta realeza enológica están el Chambertin; Clos Saint Jacques, Clos Saint Denis y encima de todos el Romanée Conti. Por este último se ha llegado a pagar hasta 130 mil dólares… ¡130mil dólares por una botella! Me decía mi hermano, que ha tomado varios cursos de cata y nunca ha tenido ni el recurso ni la oportunidad de probar un Romanée Conti que para verdaderamente apreciar un vino de este nivel, ser capaz de distinguir la alquimia oculta en cada gota, los sabores de frutos, trufas, tabaco, humo, hunus, emboscados en cada molécula del sublime líquido por la milagrosa planta a través del silencioso trabajo de la tierra, el viento, el sol y el agua, se requiere mucha práctica, una enorme voluntad capaz de elevarnos al paraíso.