Los libros sagrados de la biblioteca paterna, que nadie leía ni pensaba leer en un futuro próximo o tal vez nunca, se encontraban, en el orden como estaban acomodados en el entrepaño del librero, los cinco mamotretos del México Través de los Siglos, La Biblia y El Quijote. El México a Través de los Siglos era una reedición de aquel inmenso esfuerzo editorial encabezado por don Vicente Riva Palacio alrededor de 1880. Cinco enormes libros con la historia de la epopeya mexicana desde la antigüedad hasta la Reforma. Ocasionalmente me asomaba al interior de aquellos volúmenes para ver las láminas. A los 12 o 13 años mi capacidad de lectura se encontraba todavía en estado fetal a pesar de que mi curiosidad se habría fascinado con las historias contenidas en la monumental crónica del pasado de México, si alguien me las hubiera contado sin tener yo que buscarlas y leerlas.
Otra de esas sacrosantas obras era La Biblia. Ahí estaba mustia y calladita entre los librotes del México a Través de los Siglos y el Quijote. ¿Cómo había llegado La Biblia al librero principal de la casa? Un día mi abuela confesó que yo era el culpable: era uno de los libros exigidos por la escuela en su lista de textos para el 2º de secundaria… un libro que jamás abrimos, que nunca nos sirvió de nada a los alumnos… ‘pero era un texto obligatorio’, como muchos que en algunas escuelas particulares imponen comprar a los alumnos al inicio de clases. Años después he picoteado en la Biblia el Cantar de los Cantares, los Evangelios y el alucinante libro del Apocalipsis de san Juan.
Con relación al Quijote… aquella edición con ilustraciones de Gustavo Doré que mi padre atesoraba como un objeto de culto religioso se mantenía virgen. Sus páginas jamás habían sido mancilladas por la lectura, salvo su extraordinario inicio: “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”. La resonancia de aquellas palabras nos estremecía a mi viejo y a mí igual que los acordes de la 5ª de Beethoven. La expresión “En un lugar de la Mancha…” me transportaba de golpe a una agreste estepa, hermosa e imponente, donde un esquelético caballero cabalgaba bajo el sol con su lanza en alto y sus sueños e ideales más alto aún. Ese comienzo de un libro, “En un lugar…” era suficiente para hacer volar mi imaginación a un mundo de aventuras y sabiduría por el que yo también cabalgaría algún día a través de la lectura.
Había en el principal libero otros libros no tan santos, muchos escondidos en las filas de atrás de los anaqueles. Muchos “pocket books” de novelas de detectives con portadas de muchachas muy sensuales y provocativas. Novelas de Micky Spillane como aquel best seller ‘Yo, el Jurado’ en cuya cubierta aparecía una despampanante rubia abriéndose la blusa frente a un fulano que la apuntaba con una pistola, y decenas de libros con chicas cachondas semidesnudas e insinuantes, que fueron mi harem en la pubertad. Entre aquellos libritos ‘indecentes’ me topé una tarde con el título ‘De Luxe Tour’; mostraba a una extraordinaria pelirroja, con los labios entreabiertos semi vestida en lencería y seda azul marino y con la mirada más perversa de toda la biblioteca… ella fue mi primera amante virtual y estuvo presente en mis fantasías hasta que Brigitte Bardot la desplazó, sin embargo siempre la he recordado con especial devoción por haberme acompañado en las primeras escaramuzas sexuales de mi vida.
Una tarde, morboseando por aquella irresistible colección de ‘literatura verde’, me topé con unos títulos desconcertantes, casi todos de la Colección Austral: ‘Lo Bello y sus Formas’ de Hegel… ‘Diálogos’ de Platón, ‘Pensamientos’ de Pascal, ‘Estampas de Ciudades’ de Aunós, el Diario de María Bashkirsieva, ‘El Viejo y el Mar’ de Hemingway (en inglés en pocket book) y como estos otro par de docenas de títulos y autores respetabilísimos, pillados en los patios traseros de los libreros como adolescentes rijosos buscando prostitutas en las calles de la zona roja. ‘The Old Man and the Sea’ me llamó la atención; acababa de ver la conmovedora película de Spencer Tracy, abrí el librito y leí el inicio: “He was an old man who fished alone in a skiff in the Gulf Stream and he had gone eighty-four days now without taking a fish.” (Era un Viejo que pescaba solo en un bote en la Corriente del Golfo y llevaba ochenta y cuatro días sin haber pescado nada). Enganchado con aquella frase introductoria comencé a leer y fue el primer libro que leí en inglés, a tropezones, pero lo leí y me conmovió hondamente. Encontré otra novela con un inicio también memorable: Scaramouche de Rafael Sabatini, “Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio”. Igualmente había visto la extraordinaria película, que hasta la fecha considero como una de las obras maestros del cine clásico de aventuras de Hollywood. Nunca me embarqué en la lectura del libro convencido de que jamás igualaría la belleza de la cinta americana.
Mis expediciones entre los títulos que abarrotaban los libreros de la casa tenían el encanto doble de lo prohibido y la sorpresa. Siempre me encontraba con algún libro, o una ilustración o párrafo nuevo y diferente que alborotaba mi curiosidad y me estimulaba a seguir los caminos de las curiosidades de mi padre. Así leí las vidas de Fouché, de Miguel Ángel, de Beethoven, de Goethe; la Vida de las Hormigas y la de las Abejas de Maeterlink, novelas de médicos como El Paso Disputado, La Ciudadela, y Cuerpos y Almas, las tremendas historias de Blasco Ibáñez (La Barraca, la desgarradora Cañas y Barro, Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis) y sus libros de viaje En el País del Arte (sobre Italia), Oriente y La Vuelta al Mundo de un Novelista. La falta de orden en aquella biblioteca era parte de su fascinación, el desorden y la caótica variedad de temas que poblaban como hervideros de tentaciones los entrepaños de la biblioteca.
Una tarde de domingo, cuando terminé de leer El Viejo y el Mar, le comenté a mi padre cuánto me había impresionado aquel librito. “Es un librazo” – me dijo – “es una historia de un viejo solo que no se da por vencido, que lucha contra un pez enorme, contra el cansancio, contra el mar, contra los tiburones… si te gustó El Viejo y el Mar también te va a gustar Moby Dick… es un libro mucho más difícil, mucho más largo, pero es una obra maestra, uno de los grandes libros del mundo… una vez que te enganchas en él, entras en esa obsesión del capitán ya medio loco, por encontrar a la ballena blanca.” Durante más de media hora mi padre estuvo buscando la versión en español para prestármela y finalmente me entregó dos libros, uno en inglés y el otro en español: “en inglés es mejor, es el idioma en el que fue escrito, pero tú decide… un día de estos hay que ordenar los libros, los tenemos hechos un desmadre” – me dijo – “nunca se encuentra nada en esta casa”. Abrí la versión en español y me ‘hice a la mar’ en la lectura del monumental Moby Dick:
"Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que ha llegado la hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano”.
Con este párrafo comienza la obra. En unas cuantas frases el autor (Herman Melville) sintetiza la pasión de Simbad… “otra vez sintió mi alma la nostalgia de los viajes, en forma tan intensa que temí enfermar…”, una nostalgia que nunca nos deja, que nos lleva por los caminos y los océanos con la ilusión de que solo así curaremos el alma de sus fantasmas y de su eterno vacío.
Herman Melville, autor de Moby Dick o La Ballena