Después de bajar la Torre de Mangia, comenzaba a atardecer y los deseos de continuar explorando la maravillosa ciudad se habían diluido en una placentera falta de energía tanto para seguir caminando como para continuar coleccionando las imágenes memorables con las que se topa uno en cada calle de Siena… mi alma se había casi congestionado de emociones y era necesario digerirlas con un vino rojo y un queso añejo sentado en una fonda frente a un enorme portón a la orilla del angosto adoquín por el que no podían pasar vehículos… solo peatones, casi todos gente local, muy pocos turistas.
Intenté hojear mi guía para planear mis actividades del día siguiente. Por supuesto visitar la Catedral y su mueso. La Pinacoteca, la Iglesia de Santo Domingo y a ver qué otra cosa se atravesaba en mi camino sin itinerario determinado. Siempre he preferido ir descubriendo lugares inesperados a seguir una ruta para encontrar el monumento sugerido por la guía. Salvo esos sitios cuya omisión sería un sacrilegio, por ejemplo, la Plaza del Campo en Siena, o la Catedral, catalogada en algunas guías como uno de los más bellos templos góticos de Italia, lo demás, lo inesperado sin ningún plan siempre me resulta una agradable aventura y me hace sentir la emoción de la sorpresa, a mi entender uno de los mayores placeres de viajar.
Sentado en la mesa de la diminuta trattoria, cerré mi guía y abrí mi libreta para “platicarme” a solas mis experiencias de ese día. El llevar un “diario de viaje” es, al menos en mi caso, un ejercicio de atención para no dejar pasar detalles significativos, situaciones, caras de alguna muchacha de ojos hermosos, el objeto exótico de algún aparador, el sabor de una trufa, de un cordero jugoso, o la crítica a la Sagrada Familia de Miguel Ángel donde hasta el niño tiene cuerpo de atleta. En el “diario” guardamos nuestras confesiones y por lo mismo debe ser absolutamente privado y personal… sobre todo a salvo de cualquier intento indiscreto de la esposa o el marido, el cura, el amigo, los hijos o la amante para evitarnos tragedias innecesarias. Ni siquiera el Diablo puede conocer el contenido de nuestros diarios de viaje (o cualquier diario), él no es digno de confianza, es traidor, mentiroso, fanático, puritano y totalmente indiscreto. Sólo Dios puede ser depositario de toda nuestra confianza, él jamás nos juzgará y se entere de lo que se entere, siempre seremos comprendidos y perdonados por él.