El cementerio más famoso del mundo, en el extremo oriental de París es una alucinante asamblea de ilustres creadores de historia. Sus nombres flotan entre los  caminos, monumentos y árboles como luminosos espectros confiriéndole al parque el hechizo de un viaje al cielo de los héroes, de los inmortales, de aquellos que armaron el edificio de nuestra civilización. 

Mi primera visita al Pere Lachaise fue durante un viaje de familiarización organizado por la Oficina de Turismo Francés en mil novecientos ochenta y tantos. Por mi cuenta jamás hubiera yo visitado un cementerio. Pero en aquella ocasión no podía rehusarme a participar, hubiera sido una grosería de mi parte desairar una invitación del Gobierno Francés y Air France. Era un día de cielo gris del mes de octubre. Todos los árboles de París estaban vestidos de sienas y dorados. La ciudad entera se revestía con tanta belleza y melancolía que casi daban ganas de llorar. Era sin duda, el momento perfecto para ir a un cementerio tan importante. 

Monsieur Bamberger, nuestro guía, era profesor de la Sorbona. Un viejo simpatiquísimo con jeta de pocos amigos parecido al actor Jean Gabin. Hablaba un elocuente inglés y tenía el don siempre apreciable de imprimir emoción a sus explicaciones. Al entrar al cementerio, antes de comenzar la caminata nos detuvo frente a las arboledas y un montón de lápidas, algunas con pequeños mausoleos, igual que en todos los camposantos: “aquí”, dijo, “está sembrada la mitad del corazón y la mente de ‘La France’ ”, y nos dio una introducción al ‘Santo Panteón de la Patria’. Las palabras del viejo engrandecían la aparente falta de espectacularidad del sitio. Al principio me pareció casi igual a todos los panteones donde mis abuelos habían sido enterrados. Pero,  – ¡y he aquí el peligroso  hechizo de la palabra! – el discurso de Bamberger transfiguró las lápidas y algunas de sus esculturas, en verdaderas odas al alma y el talento yacentes bajo aquellas piedras. Una vez más comprobé que los ojos,los oídos, los sentidos son solo finísimos trasmisores de señales al universo donde las galaxias de nuestras neuronas las transforman en poesía, estupor y música. 

Acompañados con el entusiasmo del viejo guía, iniciamos el recorrido. Revivimos a Rossini, el sibarita compositor italiano cuya obertura de Guillermo Tell acompañó muchas noches de mi infancia con la imagen por televisión del Llanero Solitario bajando de una colina con su antifaz  y sombrero de cowboy a caballo.  Sobre un pedestal con un medallón en relieve con el perfil de Federico Chopin una escultura de Euterpe, la musa de la música, llora inclinada evocando al supremo pianista del romanticismo. 

María Callas, para mí la más excelsa soprano de la primera mitad del siglo XX, pasó una brevísima temporada en el Pere Lachaise. Al morir en septiembre de 1977 – un par de años antes de esta visita a la que ahora me refiero – sus restos visitaron el ilustre cementerio. Aquí fue cremada y sus cenizas, después, se arrojaron en el Egeo. Hay, sin embargo, un nicho con una placa recordándola. Dos de los papeles más célebres interpretados por la “Divina Callas”, como solía llamársela, fueron los de Norma de   Vincenzo Bellini (la representó 89 veces) y la Medea de Luigi Cherubini (31 veces). Los restos de estos dos músicos italianos también se encuentran en el Pere Lachaise. También está sepultado aquí el músico francés Georges Bizet, autor de Carmen… la tercera ópera más escenificada en el mundo.

Durante la caminata nos cruzamos con tantos nombres tan superlativos que hubiese sido necesaria una semana entera ver sus tumbas con detalle y escuchar sus historias. Los pintores David, Gericault, Delacroix, Corot. Los autores Moliere, La Fontaine, Beaumarchais, Michelet. La actriz Sarah Bernhard, la cantante Edith Piaf, entre otros. Bamberger, el guía se limitó a hablar de unos cuantos, casi todos ellos franceses, y aun así nos tomó tres horas el recorrido. Por supuesto se detuvo frente a Balzac, quien a través de sus ciento treinta novelas nos legó el más detallado estudio de la sociedad francesa de la primera mitad del siglo 19. Vimos las tumbas de otros gigantes de las letras como Víctor Hugo y Marcel Proust. El monumento sobre los restos de Oscar Wilde se encontraba con marcas de besos en lápiz labial, impresas por mujeres y hombres para acompañar el viaje final del genio de las letras inglesas.

Nos detuvimos ante la tumba del periodista Victor Noir, de quien nadie había oído. Murió asesinado por el Príncipe Pierre Bonaparte. Encima de la lápida yace la magnífica escultura de Jules Dalou en bronce tamaño natural de Noir caído boca arriba, con un bulto en el pantalón en la entrepierna. Desde hace más de un siglo corre la leyenda que‘asegura que besar la estatua en los labios y rozar su área genital pueden aumentar la fertilidad y ayudar a llevar una vida sexual feliz’

Nos despedimos del Pere Lachaise en el monumento de los filósofos amantes Abelardo y Eloísa escuchando la historia de su volcánica pasión. En una de sus cartas Eloísa escribe: “Los sentidos, y no el afecto, te han ligado a mí. La tuya era una atracción física, no amor, y cuando el deseo se apagó, con él desaparecieron también todas las manifestaciones de afecto con las que tratabas de manifestar tus verdaderas intenciones: aun cuando duermo, sus falaces imágenes me persiguen. Aun durante la santa Misa, cuando la plegaria debería ser más pura, los oscuros fantasmas de aquellas alegrías se apoderan de mi alma, y yo no puedo hacer otra cosa que abandonarme a ellos, y no logro ni siquiera rezar. En vez de llorar, arrepentida por lo que he hecho, suspiro, lamentándome por lo que he perdido. Y delante de los ojos te tengo siempre no sólo a ti y aquello que hemos hecho, sino también los lugares precisos en los que nos hemos amado, los distintos momentos que hemos pasado juntos, y me parece estar allí contigo haciendo las mismas cosas, y ni siquiera cuando duermo logro calmarme. A veces, a partir de un movimiento de mi cuerpo o de una palabra que no llego a apresar, todos entienden en qué cosa estoy pensando” (Carta IV).

Antes de salir M. Bamberger nos ofreció acompañarnos otro día a los cementerios de Montmartre y de Montparnasse. Solo cuatro de los casi 20 que estábamos ese día nos apuntamos a la otra visita. Un español, un argentino con su esposa y yo.