Lyon se enorgullece de ser no solo la capital de la cocina francesa sino la capital gastronómica del mundo. Este prosopopéyico título de la más alta nobleza culinaria merece, al menos, la reverencia de una visita a la ciudad exclusivamente para saborear su comida. Tuve esa oportunidad a fines de los ochenta, unos cinco años antes de que la voluntad divina y mi falta de habilidades administrativas llevaran a la quiebra a mi agencia de viajes. Pero en aquellos meses, a fines de los ochenta, había yo sobrevivido a una enfermedad aparentemente fatal y la agencia, según el contador estaba teniendo muy buenos números. Era el momento de escapar de la cama, hospitales, análisis clínicos, pasiones fallidas y amoríos desabridos. Era el momento de huir, yo solo, al sur de Francia, levitar al probar la “mejor comida del mundo” y “pueblear” por las aldeas y ciudades provenzales que alimentaron de luz a los grandes pintores de finales del siglo XIX y XX.

Después de un par de días en París renté un Renault y por la super carretera que une París con Marsella llegué a Lyon. Mi principal objetivo era comer en el famosísimo restaurant de Paul Bocouse pero cometí la falta de previsión de no haber hecho una reservación y en este templo de la cocina francesa no me podían recibir sino hasta una semana más tarde. Decidí entonces ahorrarme ese dinero para gastarlo después en L´Osteau de la Beaumaniere en el extremo sur Francia y caminar en las calles del viejo Lyon, sorprendente por su colorido y sus bistrós, donde encontré algunos “bouchon” típicos y probé por primera vez dos platillos clásicos de esta ciudad: los “quenelle”, especie de croquetas con una deliciosa salsa de tomate, y el intimidante “andouillete”, un embutido de violento olor a base de viseras de cordero cuyo fuerte sabor me recodaba a los machitos mexicanos. Tuve intenciones de continuar aquella misma tarde hacia el sur pero la comida tan pesada y algunos residuos del ‘jet lag’ me dieron sueño y preferí caminar un rato por el viejo Lyon e irme a dormir temprano. 

Seguí mi viaje bordeando el Ródano hasta la ciudad de Aviñón. Me detuve unos minutos para ver el exterior del Castillo de los Papas. Otro día dedicaré algún párrafo a este castillo y su impresionante historia. Continue hacia las montañas del Louberon en la Alta Provence, crucé los inverosímiles plantíos de girasol y lavanda de Valensole en medio de colinas amarillas y violeta y una intoxicante fragancia digna del Paraíso, sin duda uno de los paisajes más insólitos de Francia. Hubiera deseado permanecer en aquel lugar un día más únicamente para caminar entre los campos perfumados escuchando el dulce zumbido de las abejas en busca de néctares. Pero en mi proyecto de viaje pretendía asomarme a una veintena de pueblos de los muchos salpicados sobre las flores, bosques, valles y montañas de la Alta Provence y los Alpes Marítimos como son Grasse, Eze, St. Paul de Vence, Vence, Vallauris tan vinculada a Picasso, el espectacular pueblo de Saorge, St. Agnes, Roquebrune y otros. En el pueblo de Vance descubrí la capilla del Rosario llamada también la capilla de Matisse, una pequeña 

iglesia con murales y vitrales abstractos en azul y amarillo impregnados de la libre alegría de este pintor.

En Niza mi intención original era hospedarme en el hotel Negresco. Al entrar al lobby y verme rodeado por esa población de los grandes hedonistas ricos con sus bellísimas mujeres respingadas, pasando sin mirar a nadie, indiferentes y ataviadas con las telas de los grandes diseñadores de Francia, me sentí cohibido, lo confieso. Me vi en un mundo totalmente ajeno al mío, como el de las páginas de la revista Hola y salí de ahí en busca de un sitio más adecuado a mi ‘clasemediés’ y el pequeño Renault que conducía. Invertí un día entero visitando el museo Matisse. Ahí compré un poster con el gato azul diseñado por el maestro con recortes de papel que reproduzco arriba. Pasé un par de horas en el museo de Chagall. Impresionante lugar, ahí se expone la mayor parte de los lienzos y dibujos del gran maestro bielorruso relacionados a temas bíblicos interpretados con el colorido surrealista y volátil típico del pintor como si todo hubiera emanado de un sueño. 

Aix En Provence es una típica ciudad provenzal, llena de vida y con excelentes sitios donde comer. Además de una caminata por el paseo Mirabeau y husmear entre los rincones viejos de Aix, tuve el privilegio de visitar el estudio de Paul Cézanne, el profeta de la pintura moderna y del cubismo. Cézanne, un hombre introvertido y tímido nunca estuvo convencido de la calidad de su obra… ¡y pensar qué hace unos años un magnate de Qatar pagó por el cuadro “Los Jugadores de Naipes” la cantidad de 277 millones de dólares! 

Cuando realicé este viaje aún no se creaba en Arles la Fundación Van Gogh a la que recientemente más de grandes 80 artistas contemporáneos han contribuido con obras como homenaje al pintor holandés. No dediqué a su visita más tiempo que el necesario para asomarme al casco antiguo de la ciudad, visitar el anfiteatro romano y ver los campos de trigo y los cipreses camino a St. Remy de Provence.

Esperando encontrar rescoldos del espíritu de Van Gogh en el pueblo de St. Remy de Provence visité el sanatorio de St. Paul Mausole donde el pintor estuvo internado un año a raíz del día cuando se cortó la oreja. Aquí pintó “La Noche Estrellada”, tal vez su obra más famosa. Se ha hablado mucho de la locura de Van Gogh y su supuesto suicidio. Personalmente pienso que más que loco él era un hombre con una exacerbada necesidad de afecto, exageradamente neurótico y encontraba un anormal refugio pintando sus frenéticos cuadros, de los cuales en diez años realizó más de mil. La hipótesis de su suicidio también se me hace dudosa. Un hombre que piensa suicidarse, creo, no sale al campo con su caballete, lienzos y pinturas para pegarse un tiro y menos en el estómago. Los suicidas se disparan en la cabeza, pienso. Antes de abandonar St. Remy y La Provence, visité el impresionante restaurant de L´Oustau de la Beaumaniere, un sitio con impecable servicio, con impecables mesas y vajillas y los platillos más sublimes que haya yo probado en la vida.

Mi última escala en aquel recorrido por el sur de Francia fue en Langedoc. Pernocté en Carcasona. Sus duendes, fantasmas y lánguidas doncellas habían desaparecido asustados por la impúdica cantidad de turistas veraniegos. Me imagino que los muertos temen a los vivos de la misma forma que los vivos temen a los muertos. La mañana siguiente me levanté temprano a caminar un rato entre las piedras encantadas de Carcasona sin gente. Apenas comenzaron a llegar grupos de visitantes hui hacia Albi, la última escala de mi viaje, donde había yo estado un par de años antes. Anhelaba revisitar la Catedral de Santa Cecilia, sus bóvedas azules, el mural del Juicio Final y la afiligranada cancelería del coro. Después crucé la calle y entré al Palacio de la Berbie, sede del museo Toulouse Lautrec.

Los padres de Toulouse Lautrec eran primos hermanos y la consanguineidad de la pareja causó un problema óseo en el muchacho que, aunado a un accidente, impidió el crecimiento normal de las piernas del joven. Desde niño manifestó una pasión por el dibujo, actividad en la que se refugió como protección de las burlas y rechazos con que otros jóvenes y chicas de las familias nobles le aguijoneaban por su deformidad. Con el tiempo, Henri Toulouse Lautrec se dedicó de lleno a la pintura. A los 17 años   se trasladó a París donde siguió con sus estudios de dibujo y pintura. Al igual que Degas, a quien admiraba, su obra retrata solo interiores, especialmente la vida de los cabarets y burdeles. Algún tiempo, durante su estancia en París, Toulouse Lautrec vivió en un cuarto de uno de estos prostíbulos sintiéndose cobijado por la calidez grosera de las rameras, el ajenjo y otros seres marginados. Murió muy joven y dejo un legado de cientos de obras maestras entre pinturas, carteles, dibujos de una maestría excepcional. Su estilo era abocetado, con pincelazos rápidos y precisos, capaces de sugerir el movimiento de los modelos. Lo más extraordinario de Lautrec es la despiadada penetración para explorar y representar, con irreverencia y casi con crueldad, la realidad caricaturesca que los seres humanos pretendemos ocultar a toda costa bajo las poses y el atuendo.