Frente a mi escritorio tengo un magnífico cuadro del maestro Nicolás Petra. Es una versión cubista de la parroquia de Santa Prisca en Taxco, tamizada a través del peculiar genio del maestro, a quien siempre consideré un artista de enorme talla. El cuadro nos muestra a Santa Prisca navegando sobre un oleaje de techos rojos de teja y fragmentos de muros encalados, un reducido basamento, como una ceja del pueblo de Taxco, sosteniendo el cuerpo de la parroquia. Las dos torres o campanarios de la iglesia garapiñados con molduras, santos, estípites, conchas y mascarones retuercen sus colores hacia un cielo casi blanco en esta pequeña pintura del maestro Petra.
Yo lo conocí cuando llegó con su familia de Europa para dirigir la empresa Wagons Lits Cook. Mi padre era gerente en aquella agencia de viajes. Como un ensayo de convivencia, Nicolás Petra invitó a mi hermana y a mí a comer y jugar con sus hijos. Creo que ellos solo hablaban francés y rumano… nosotros solamente español y mi hermana un poco de inglés. No volví a ver al maestro en décadas. Después de Wagons Lits Cook, comenzó su larga colaboración con la familia Trawits, con quienes creó la operadora Pe-Tra.
Un día, un personaje rocambolesco y cliente mío, perfectamente diseñado para caracterizar novelas de aventuras y andar brincoteando por las ciudades de la Unión Soviética me propuso intercambiar un icono ruso por un viaje a Nueva York para él y su nueva conquista. Entre otras actividades, mi cliente se ganaba el pan realizando abortos a niñas bien además de traficar con antiguas pinturas de santos rusas. El deseo de poseer un viejo icono me pareció como algo plausible. Pensé en Nicolás Petra. Además de agente de viajes él era pintor y de Rumania, lo que le confería un cierto parentesco con los puebles de los iconos. El maestro me acompañó a ver las maravillas de mi cliente. Unos 15 o 20 tablas ante las cuales el maestro se limitó a confesar lo bien que se sentía encontrarse rodeado de ‘tantas cosas bellas’. La mayoría eran vírgenes de diferentes tamaños, algunas apenas alcanzarían media carta, otros más o menos tamaño carta, entre ellos escogí una “Eleúsa” (Virgen abrazando al Niño o ‘Virgen de la Ternura’), de 20 x 15 cms., aprox. La tabla más notable de aquella colección era un extraordinario pantocrátor (‘Todopoderoso’ o ‘Patrono de Todo’), pero lo que mi cliente pedía por el cuadro estaba mucho muy por encima de mis posibilidades. Al salir de la casa de mi cliente, pregunté al maestro si consideraba justo el precio pagado por la pequeña Eleúsa. Su respuesta fue muy escueta y sin dar pie a mayores discusiones: “La obra de arte vale lo que cada quién esté dispuesto a pagar por ella”. De hecho, siempre estuve más que satisfecho con mi icono; conforme pasaba el tiempo haber pagado dos boletos de avión a Nueva York y tres noches en el clasemediero hotel Taft, lo sentía cada día más como una ganga. Viendo aquella Virgen acartonada e inexpresiva me acercaba más al misterioso hechizo de los iconos, un embrujo que no se puede trasmitir con palabras, que solamente se va revelando en los inframundos de tu inconsciente a través de verlo, verlo y verlo muchas veces hasta que descubres un día que estás enganchado a esa fascinación, casi oscura, de la extraña luz que proyectan esas antiguas tablas rusas. Años después, cuando más me hechizaba mi enigmática Eleúsa, en uno de mis separaciones conyugales la perdí como parte de la indemnización por el divorcio.
A principios de los 90’s, por iniciativa de Ricardo Huerta, me integré con el Maestro Petra y Fernando Ramírez (KLM) a un pequeño grupo llamado Sinismo, es decir, Sin – ismos, cada quien podía pintar lo que quisiera y escribir sobre arte lo que deseara en una publicación más o menos bimensual que realizábamos. El maestro era el aglutinante de aquel feliz ‘grupo bohemio’. Fue entonces cuando colapsó mi negocio y abrumado por las deudas, la quiebra y la vergüenza me convertí en ‘prófugo de la justicia’ y hui a Taxco donde mi siempre recordado amigo James Dubín me dio posada en el inolvidable hotel Victoria. Jimmy hacía burla del texto de su folleto promocional con paquetes al Victoria, en “un silencioso pueblecito mexicano, empedrado y rodeado de montañas” … “este pinche pueblo” – decía Jimmy – “lo que menos tiene es el silencio, todo el día el ir y venir de combis ruidosas subiendo la montaña, cohetes tronando siempre por las fiestas de algún santo en cualquiera de las iglesias y perros ladrando toda la noche”. Paradójicamente, fue aquel año en Taxco, a pesar de las culpas, el bochorno, el sentir que había defraudado a colegas y a las expectativas de mi padre, paradójicamente, repito, fue una de las etapas más felices de mi vida. Me despertaba temprano cada día después de haber dormido sin la angustia de sentir que tu negocio y tu vida zozobran, arrullado por los ladridos siempre amables de los perros lejanos. Después de desayunar, visitaba Santa Prisca, no para rezar, nunca he sido creyente, sino para embriagar mis ojos con esas cataratas de santos y molduras doradas de los retablos y después callejonear un par de horas por los laberintos empedrados del pueblo. A media mañana me tiraba al sol en la alberca y leía todo el día. Al atardecer regresaba a mi habitación perfumada por un ramito de jazmines que colocaba sobre el buró la chica que hacía la limpieza.
Después de siete años en Chihuahua, regresé a México. Habían muerto ya Fernando Ramírez y el maestro Petra. Reiniciamos la publicación mensual de Sinismo entre Ricardo Huerta, Paola de Sosa y yo… esta vez alcanzamos los 120 números. Diez años en los que logré cumplir el sueño de escribir una novela. Un día, Marisa, la viuda del maestro Petra que invitó a comer para regalarme uno de los cuadros de Nicolás Petra, que él alguna vez me había ofrecido. Me mostró varios entre los que destacaba uno relativamente pequeño: la Iglesia de Santa Prisca en Taxco. Es el que tengo frente a mí. Todos los días lo veo y cada vez, es como abrir una ventana a varios episodios de mi vida: los altares dorados, las mañanas de sol en el Victoria, el aroma de los jazmines, las innumerables charlas con el maestro y mis amigos y también vuelvo a ver a mi Eleúsa, la virgen rusa a la que Nicolás Petra me acompañó aquella tarde de mi primera cita.
