LA BIBLIOTECA DE MI PADRE (PRIMERA PARTE)

En uno de los libreros de la casa de mi infancia, había dos tomos gruesos de la editorial Espasa Calpe con las Obras Completas de José Ortega y Gasset, el enorme pensador español a quien mi padre admiraba por encima de casi todos los demás escritores de nuestra lengua. En la anteportada del tomo 1, aparecía la foto del filósofo. Con ceño típicamente madrileño, la frente grande del intelectual, la mirada casi feroz de un pensador irreductible y sin bondad y la cabeza ridículamente atravesada por unos cuantos cabellos engomados con que los calvos de antes pretendían disfrazar el hecho que su cabello había abandonado la superficie del cráneo. Una foto indiscutiblemente interesante que mi padre me mostraba “mira, hijo, esta es la cara de un hombre inteligente… cuando lo leas vas a admirar no solo la fuerza de su lenguaje sino también de sus ideas”. Años después descubrí la maravilla de la prosa de este escritor; como decía mi padre, su pensamiento altivo y sorprendente cabalgaba en un hermoso lenguaje, viril y arrogante, que te hacía creer que don José Ortega y Gasset  (1883 – 1955) era la mente más brillante de Europa. 

José Ortega y Gasset: Vida y obra

En aquellos tiempos, confieso, no fui buen estudiante. Salvo las clases de literatura, biología y actividades estéticas, en todo lo demás mis calificaciones eran desastrosas. En el examen final de matemáticas, el profesor, al verme naufragar frente a una raíz cúbica, sintió tanta lástima que me regaló un 6 para no reprobarme; la verdad es que yo merecía un cero o quizá un dos. En Muchas veces fui castigado con no salir a la calle a jugar durante un mes, hasta traer a casa mejores resultados en la escuela. Descubrí entonces lo inútil que pueden ser los castigos. Jamás me afané en volverme aplicado. Estudiar física, o inglés o gramática durante mis encierros vespertinos era impensable. A pesar de la humillante envida que me arañaba el estómago al oír a mis amigos reír y gritar jugando en la calle, el encierro solamente sirvió para buscar evasiones como paliativo. Fantasear que ya era grande y viajaba a esos lugares de las fotos de los calendarios de Air France, KLM y Pan Am frente al escritorio donde debía hacer las tareas, era una de mis fugas. Pero el escape preferido eran mis incursiones en la biblioteca de mi padre. Me podía pasar horas sin hacer nada más que husmear entre tantos libros que había en casa. Ahora, evoco con enorme cariño, melancolía y nostalgia aquellos anaqueles de mi pubertad. Recuerdo bien cómo sus contenidos estaban acomodados al azar. Sin el menor orden, ni clasificación por temas, épocas o alfabéticamente. Al lado de Ortega y Gasset podía uno encontrarse con la novela de detectives “Yo, el Jurado” de Mickey Spillane; la biografía de Goethe de Emil Ludwig junto al Larousse Gastronomique, junto a “Tender is the Night” de Scott Fitzgerald, junto al clásico de ventas de Frank Bettger. Quizá los únicos libros acomodados junto sus ‘hermanos’ eran los tres tomos de las Obras Completas de Dostoyevski, los tres de las Obras Completas de Vicente Blasco Ibañez, los cuatro de las de Stefan Zweig y los cuatro de Remembrance of the Things Past, el deplorable título con el que el traductor inglés bautizó la monumental obra maestra de Proust, “En Busca del Tiempo Perdido”.   Ese desorden hacía la biblioteca más interesante para mí, pues al explorar entre los títulos siempre encontraba irresistibles sorpresas que apartaba en otro entrepaño para leerlas algún día. Mi rutina vespertina consistía en esperar fingiendo estudiar a que mi padre saliera después de comer para comenzar mi aventura entre las hileras de títulos. Había muchos guardados en doble fila pues ya no cabían enfrente… explorar entre estas obras ocultas era en ocasiones más atractivo, quizá por el morbo de encontrar algo prohibido, cosa que nunca se dio. En casa no existía la costumbre de esconder libros por indecentes que estos fueran. La revoltura y variedad de temas era la característica y fascinación de aquella biblioteca. Entonces escogía unos cuatro o cinco libros y los subía conmigo a mi escritorio donde picoteaba entre sus páginas disque estudiando. Mis “carceleras”, mi abuela, mi madre y mi hermana nunca se dieron cuenta de esas trampas. 

Salvo unos doscientos ejemplares de literatura de negocios o técnicas administrativas y ventas que me tenían sin cuidado, lo demás eran libros de toda índole. Muchos eran “pocket-books” en inglés de novelas de detectives. Aunque entonces yo aún no leía en inglés, me encantaba nutrir mis primeras fantasías eróticas con las imágenes de chicas en ropa interior de aquellos libritos de bolsillo.     

Las bibliotecas son como fieles autorretratos, espejos que reflejan las diferentes facetas de nuestra personalidad. Ahí, sin ser conscientes de ello, vamos construyendo, ladrillo por ladrillo, los muros del alma. Nuestras aspiraciones, angustias, deseos inconfesos, frustraciones, gustos, sueños, pesadillas, temores, amores y creencias. Es impresionante cuánto se puede conocer de la vida y el corazón de una persona haciendo un recorrido a través de sus libros, asomándonos a cuantos de esos libros han sido leídos y cuantos solamente han sido hojeados o si el contenido de los entrepaños tiene la uniformidad de las ego-bibliotecas decorativas luciendo colecciones magníficamente empastadas en piel con las iniciales del propietario o ediciones de lujo como aquellas Obras Eternas de Editorial Aguilar, la Colección Rivadeneira o aquella edición de los Great Books of the Western World compilada por el filósofo Mortimer Adler. Esta última llegó a ser editada en volúmenes impresos en diferentes tamaños y encuadernados magníficamente, cada uno en forma distinta para conferir a cada libro una fisonomía individual. Recuerdo a un vendedor a quien yo conocía visitarme ofreciéndome los 54 tomos de la colección… su mejor argumento de venta fue mostrarme la presentación tan original de aquellos Grandes Libros del Mundo Occidental… por supuesto hizo mención de algunas obras, Platón, Aristóteles, ¡la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino! Le hice saber al vendedor que ninguno de aquellos títulos me interesaba. Me contestó con el contraargumento más enternecedor que jamás he oído: “No importa, ¿te imaginas como se va a ver esta colección en tu biblioteca?”

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