La única regla inexorable en la biblioteca de mi padre era la de mantener su escrupuloso desorden. Salvo algunos libros que él o yo, los únicos usuarios de aquella colección de 2 ó 3 mil volúmenes, conocíamos el sitio de su ubicación, la mayor parte de las obras habitantes de la jungla de sabiduría atesorada en los libreros representaba una interesante micro aventura ‘en busca del título perdido’. Mi padre se desesperaba antes que yo e invariablemente despotricaba con que “!Hay que ordenar estos pinches libros!”.
Lucía, una chica encantadora de Patamban, Michoacán, que ayudaba a mi madre en la limpieza de la casa, en un arranque de buena voluntad aprovechó una vacación de la familia desde un Jueves Santo al Domingo de Resurrección para poner en orden la biblioteca. Cuando llegamos a casa, el domingo en la noche, al encender la luz del comedor donde se encontraba el librero más grande de la casa, vi a mi padre horrorizado, de pie frente al muro de los libros con mirada de poseído rezando entre dientes: “What the fuck!!!… Jesus Christ, what the fuck!!!!!” Por fin los libros habían sido ordenados. Ahí estaban todos colocados por colores y estaturas, bien formaditos como niños de escuela, del más chico al más grande. Pasada la primera explosión de ira y asombro, contemplando todavía la proeza bibliotecaria de la linda michoacana, mi padre comenzó a tranquilizarse. Lucía estaba perdonada. Al día siguiente, en el desayuno, mientras la chica servía el café, en uno de sus usuales gestos de generosidad, mi padre la felicitó y le agradeció por haber puesto en orden los libros… “ahora nos va a ser más fácil clasificarlos”, le dijo, “ya nos hiciste la mitad del trabajo”. Lucía nos iluminó con una sonrisa fresca, como una gardenia recién eclosionada. Me hubiera gustado darle un beso.
Asumí la labor de re – desorganizar los libros como una cruzada personal. Poco a poco reacomodé la biblioteca por temas, por épocas, por obras preferidas de mi padre o de mí, por lecturas inteligentes, no tan inteligentes… todos los plebeyos pocket books de novelas de detectives regresaron a las filas ‘de atrás’ junto con muchos volúmenes de la Colección Austral y otras ediciones baratas que el paso del tiempo había desaliñado a pesar de que entre los títulos se encontraban algunas obras maestras; mi sentido del decoro me impidió colocar un harapiento Eugenia Grandet, por muy Balzac que fuese, al lado de los cuentos completos de Somerset Maugham, tan bien empastados.
La gran contribución de aquella ingenua iniciativa de Lucía fue poner de nuevo bajo la mira algunos títulos que se habían perdido en los bajos fondos de los entrepaños. Apareció la serie británica ‘Esquema de la Historia’ de HG Wells, publicada en 24 fascículos en Gran Bretaña a principios de los años ’20 y adquirida en El Paso por mi abuelo. Debido a su aspecto de revistas viejas, esta historia había quedado arrumbada junto con otras publicaciones y libros sin pasta ni pedigrí en el rincón de una covacha donde yacían amontonados objetos y papeles inútiles. Mi madre había instruido a Lucía sacar todas esas ‘porquerías’ y entregarlas al camión de la basura. La chica, guiada por algún instinto sobrenatural, separó y limpió las revistas y libros descoyuntados, y ya acicalados los apiló para que yo decidiera su destino. Esas tardes durante las semanas de clasificación de los libros de la biblioteca familiar, lo confieso hoy, fueron un breve capítulo, quizá el primero en mi vida, de un intenso enamoramiento. Me subyugaba la proximidad de Lucía, su olor a jabón Palmolive, (el proletario jabón de azotea), sus espesas trenzas negras, inmaculadas siempre, como todo su cuerpo, sus rústicos vestidos, sus piernas sólidas, morenas e impecables que solo en una ocasión, por descuido, me permitieron ver sus muslos y el borde de sus calzones. Tenía un rostro lindo, altivo. Caminaba con el garbo de una princesa purépecha, siempre con un paso firme y el rostro levantado, hasta cuando ‘iba por el pan’.
Entre los libros supervivientes rescatados por Lucía, además del ‘Esquema de la Historia’ de HG Wells, encontré 22 de los treinta y tantos volúmenes de la edición argentina de Los Hombres Buena Voluntad, de Jules Romains. Desde que comencé a hojearla, mientras tomaba el té de limón que todas las tardes me servía Lucía, me enganché con la descripción de los personajes y pasiones entretejidos en la monumental ‘Capilla Sixtina’ literaria donde el autor nos pinta la Francia de las primeras décadas del siglo XX y nos describe magistralmente la Batalla de Verdún en la que Francia derrotó a Alemania en la 1ª Guerra Mundial. Esta inmensa novela, el ensayo “La Incógnita del Hombre” del doctor Alexis Carrel, y dos tomos casi deshojados y moribundos con novelas del colombiano José María Vargas Vila fueron los grandes hallazgos de Lucía en aquella covacha.
José María Vargas Vila
Vargas Vila resultó ser un memorable descubrimiento. En los años 50’ y 60’ era un autor olvidado, con un estilo demasiado lírico, totalmente pasado de moda. Anticlerical, irreverente hasta el sacrilegio, excomulgado, entre otras causas, por su novela María Magdalena en la que describe a la santa como una sensual loba seduciendo a Cristo en medio de un arrebato de lujuria detalladamente descrito: “y así pecó el Cordero de Dios que vino a redimir los pecados del mundo… agnus dei qui tollis peccata mundi”, concluye el párrafo. En esa época me encontraba en el paroxismo de mi ateísmo y me hice adicto a las novelas del colombiano. Parece ser que en estos tiempos su literatura comienza a ser revalorada por las nuevas generaciones.
Los libros han sido siempre lo que me da el sentido de casa. Toda mi vida, en todos los sitios donde he vivido he estado rodeado de libros. La biblioteca de mi padre fue el entorno en que nací y crecí, y no concibo la existencia sin libros, muchos libros, los ladrillos y armazones de mi espíritu. Muchos libros con muchos temas, como fue con mi padre… nunca interesado en profundizar demasiado en un tema, habiendo tantos tan diversos en el mundo y en la vida. Despertando nuevos deseos y curiosidades a través de cada obra y cada página. Borges decía que se imaginaba el Paraíso como una inmensa biblioteca, y coincido con él. Estoy seguro que Dios es un gran lector, buscando siempre nuevas obras que leer, no me imagino a Nuestro Creador sentado en un sillón satisfecho sabiéndolo todo y aburrido hasta el infinito, cuando la curiosidad es el gran estímulo del conocimiento.