Viajábamos por el norte de Perú rumbo a Iquitos, punto de partida para navegar por el Río Amazonas. Había dos formas de llegar a nuestro destino, la primera, abordando un pequeño avión que en menos de una hora nos conduciría hasta Iquitos; y la segunda, un barco viejo y descuidado con una cubierta llena de hamacas donde navegaríamos durante tres días con la posibilidad de quedar varados hasta que subiera la marea.
Optamos por la más confiable y en un abrir y cerrar de ojos estábamos en Iquitos, la metrópoli más grande de la Amazonia Peruana. Establecida en la Gran Planicie y rodeada de los ríos Amazonas, Nanay e Itaya. Una de las principales ciudades protagonistas de la gran fiebre del caucho (1880-1914), periodo que la europeizó cultural y socialmente. Su ubicación geoestratégica es notable, por ser ésta un puerto interno que posibilita la conexión con el Océano Atlántico.
Llegar y quedar extasiados por el primer recorrido por la ciudad fue un solo sentimiento ante lo que veían nuestros ojos, teníamos la conformación de una mezcla de arquitectura europea y construcciones con fuertes raíces amazónicas, todo ello conviviendo en una mixtura exótica sin paralelo. En su centro histórico visitamos varios patrimonios culturales de la nación; su catedral, La Casa de Fierro, la Casa Cohen y la Plaza de Armas. Dejando para más adelante la avenida acuática en el barrio de Belén conocida como la “Venecia amazónica”.
Nos fuimos alejando del centro de la ciudad buscando un hostal económico, descubriendo un Iquitos rebelde y caótico. Banquetas disímiles, calles polvorientas y un sin fin de objetos tirados a nuestro paso; colchones, fierros, restos de televisores, llantas, plásticos y demás, todo con el aspecto de llevar ahí un desgastado letargo como testigo de mejores tiempos idos. Tal caos indescriptible tenía su atractivo, quizá por su completa y liberadora anarquía. Al llegar al hostal soltamos las mochilas; y dormimos como benditos.
La mañana siguiente desayunamos en un edificio antiguo que, construido de madera, contaba también con terraza con vista al Amazonas, y desde ahí la maravillosa vista hacia el horizonte, inconmensurable cuerpo de agua con incontables y vistosas embarcaciones cual motitas de colores deslizándose sobre la superficie acuosa. Contemplamos extasiados y en silencio reverente la majestuosidad del entorno.
El Río Amazonas nace en las cumbres nevadas de los Andes en el sur de Perú, su cuenca hidrológica es la más grande del mundo y le brinda vida a la Amazonia, la selva tropical más extensa del planeta y es uno de sus principales pulmones. Supone cerca de la quinta parte del agua dulce en estado líquido del planeta y es la vía de comunicación de los millones de pobladores de la selva que navegan sus aguas en pequeñas embarcaciones llamadas peques; o en barcos.
Nos encaminamos luego al embarcadero donde hallamos enfiladas un sinfín de barcas cada cual con el nombre de su destino al frente. No teníamos idea de a dónde ir, lo que deseábamos fervientemente era navegar, estrenar la experiencia de un viaje en el emblemático lugar, así que las recorrimos con la mirada eligiendo “Indiana” atraídos por el nombre, y la cual estaba próxima a salir.
Rápidamente se llenó la barquita con más de veinte personas. Nos apretujamos en los asientos de madera con excitación y contento. La embarcación navegó sobre las caudalosas aguas convirtiéndose en una de esas motitas de colores, se adentró por uno de los brazos del río hasta detenerse a orillas del pintoresco pueblito de Indiana, de pequeñas construcciones, calles limpias y pavimentadas.