PRIMERA VISITA AL MUSEO D’ORSAY

 

El viejo Museo Jeu de Paume, asomaba su fachada entre los follajes de las Tullerías frente a la Plaza de la Concordia. En todas mis visitas a París cuando era conductor de grupos de turistas, el Jeu de Paume solía ser mi refugio contra las exigencias del mundo actual y de los viajeros a mi cargo. Me gustaba esconderme en el Jeu de Paume solo, sin ninguna compañía que contaminase con su presencia o sus comentarios el diálogo secreto entre mi mundo interno y aquellas pinturas que parecían deshojar sus colores en audaces pinceladas. Llegué a invertir hasta dos horas regando mis ojos y el alma con aquellos cuadros impresionistas que colgaban de las paredes del museo. Recuerdo el recinto como un espacio rectangular, relativamente pequeño y acogedor si lo comparaba con las apabullantes inmensidades del Louvre u oros museos como la National Gallery de Londres o la de Washington, con el Metropolitan de Nueva York o el Hermitage de la entonces Leningrado, hoy San Petersburgo. El Jeu de Paume era una especie de rincón bohemio donde se reunían los fantasmas de Manet, Monet, Renoir, Degas, Van Gogh, Cezanne, Pissarro, y otros artistas para mostrarse entre sí algunas de sus obras rechazadas en el Salón de París a mediados del siglo pasado. Para mí y muchos enamorados del Impresionismo era una experiencia memorable colarse en ese club de mujeriegos, borrachos y excéntricos pioneros de la nueva visión que transformaría la historia de la pintura.  

En 1986 la colección del Jeu de Paume se cambió a su nueva casa, el Museo d’Orsay. En mi primera visita al d’Orsay me sentí desconcertado al principio. El espacio me pareció demasiado grande e invadido por artistas antagónicos a los maestros impresionistas que me parecían cohibidos como niños que se mudaron del jardín de niños del pueblito a la primaria del gran colegio de la ciudad. Ya no estaban juntos haciendo ruido regodeándose en burlas contra la estereotipada y artificial rigidez de la Academia. Ahora veían su ‘taberna’ privada con las artificiales venus de Ingres, Bougereau y otros academistas neoclásicos.

   

Al no encontrar reunidas en una sala las obras de Monet y los demás ‘rebeldes’ decidí regresar en otra ocasión con el ánimo dispuesto a buscar a ‘mis amigos’ dispersos en aquella mezcolanza de estilos. Al pasar entre las esculturas de la planta baja me detuve frente al terrible Ugolino, creado por Jean Baptiste Carpeaux representando al personaje de Dante que se come a sus hijos. La obra me asombró. Quedé atrapado viendo con detenimiento el rostro de bronce deformado por los aguijonazos del hambre y el horrible dilema de devorar a sus vástagos. Comencé a merodear por el salón y me topé con la ‘Mujer Mordida por una Serpiente’ de Auguste Clesinger. Jamás había oído de este artista. La mujer de mármol es como una ola de sensualidad rompiendose en forma femenina en un estertor de agonía. ¡Qué maravilla de escultura!, flexionada es su cintura y peraltando su prodigiosa cadera de ánfora, la obra entera es un grito de voluptuosidad. Mirando a  esta mujer caí en cuenta sobre la misión del museo d’Orsay. No es proporcionar un recinto palaciego y más grande a los impresionistas. Se trata ahora de dar un espacio digno, representativo de la plástica del siglo XIX. Aquí estaban invitados los más importantes artistas de los 1800´s a pesar de las rencillas y odios entre algunos de ellos.  

Es toda un regalo encontrar un espacio donde podemos ser testigos de los importantísimos cambios sociales, en la ciencia, la política, en el pensamiento y en la sensibilidad durante el período transcurrido entre la caída de Napoleón y la 1ª Guerra Mundial. Todos las inquietudes filosóficas, los múltiples enfrentamientos bélicos de Francia en Crimea, Indochina o América, las intervenciones francesas en México, las revoluciones de 1830 y 1848, el huracán de la Revolución Industrial, la nueva burguesía y su nueva riqueza fueron el germen de inquietudes inéditas. El renacimiento de una literatura explosiva y profunda en la que las plumas de Stendhal, Balzac, Zolá, Baudelaire escarbarían nuevos abismos del espíritu. Todo este sería el humus que entre otros factores nutriría la insaciable búsqueda en las manifestaciones del arte. Incluso los pintores tradicionalistas, academistas aplaudidos por la prensa de su tiempo, el gobierno y el gran público emprenderían sus búsqueda a través de perfeccionar hasta el amaneramiento retratos y cuadros con temas mitológicos muy diferentes a la pintura galante del siglo XVIII.  

Las venus de Bougereau y de Cabanel son asombrosas por su perfección irreal y etérea… el trazo de las líneas es inmaculado, el tono nacarado de la piel sin arterias ni lunares de las venus es suave como el vuelo de una gaviota donde no se perciben siquiera las huellas del pincel sobre la pintura en el lienzo. Son mujeres que no parecen de verdad, creaciones a punto de disolverse en el cielo o el mar. Por otro lado están los rebeldes que rompieron con la Academia. La Olimpia de Manet fue denostada porque parecía demasiado “de verdad”. Desde su lecho y su mirada franca ella desata una nueva revolución francesa: el Impresionismo. La colección del museo d´Orsay nos regala la más importante muestra en el mundo de este movimiento trascendental, y aunque solo fuera por esa razón su visita es imprescindible en cualquier estancia en París. Pero seamos generosos con nuestros precursores concediéndonos la oportunidad invaluable de explorar las obras maestras del siglo XIX correspondientes a otras escuelas. Aquí podremos ver una inmensa muestra de las pasiones artísticas que agitaron nuestro siglo bisabuelo.