Regreso a la India parte 1

Hace unos días desperté con la palabra “Golconda” rebotándome en la nuca. Como esas canciones o ‘jingles’ publicitarios que se pegan neciamente en la memoria fastidiándonos todo el día con un sonsonete incómodo y a veces exasperante. ¿Y por qué la palabra Golconda? No recuerdo haber soñado ni con la India ni con la ciudad de Golconda. ¿Se trataría tal vez de un reclamo extrasensorial de la India por haberla olvidado durante casi cinco años? La amada tierra donde por primera vez, a mis dieciocho, todas las fibras de mis sentidos, mis nociones y mis sueños se sacudieron ante la inesperada explosión de realidades inéditas, celosa, me reclamaba haberla olvidado. En efecto, los últimos años he dejado de escribir sobre la India, pero no la he olvidado. Nunca podría olvidarme de ese cosmos de colores, conceptos, %historias y cuentos… la India inabarcable ha estado presente en todo lo que me rodea; en mi biblioteca, en los cuadros de las paredes de mi casa, en mis pláticas con la gente que quiero, e incluso hasta en algunas espantosas películas indias que a veces veo solo para mirar a las maravillosas Deepika Padukone o Priyanka Chopra. Pero como no es agradable traer el zumbido de una palabra rondando la cabeza, escribiré sobre Golconda, ya que ha sido la resonancia de esta hermosa palabra la que me exige regresar a la India.

De esto hace alrededor de cuarenta años. Salí a media mañana en el vuelo de Bombay a Hyderabad. Estaba lloviendo cuando despegó el avión y ya en pleno vuelo nos percatamos que la aeronave tenía goteras, al grado que el pasajero al lado mío, un simpático tejano, abrió su paraguas. Nos dio risa a todos. En Hyderabad me esperaba Naga, el guía asignado por la agencia operadora. Era un viejo menudo, sonriente, de cabello cano y ojos llenos de vida. Fumaba todo el tiempo y había adquirido el tic de sacudir las briznas de ceniza que cada rato caían sobre su inmaculada camisa blanca de algodón. Naga me concedió hora y media para descansar y salir a la primera visita de Golconda para verla con la luz del atardecer. Mañana, al alba visitaríamos nuevamente el sitio. Dejaríamos para después las tumbas de los Qutub Shahis, los sultanes de Golconda y para un paseo superficial en Hyderabad.

Después de haber llovido toda la mañana, la atmósfera estaba totalmente transparente. Las piedras mojadas de los puentes y murallas se veían casi negras. Salvo el hecho de la ausencia de polvo, podría asumirse que la ciudad entera acababa de colapsar. El sol de la tarde confería a las ruinas de la mítica ciudad un matiz ambarino de fotografía antigua.

Después de caminar unos minutos, nos sentamos en el brocal de una fuente que milagrosamente aún mantenía el surtidor en pie. Estábamos frente al palacio de la reina. Aquí Naga comenzó a hacer una síntesis muy breve de la historia de Golconda. Fue fundada como un sultanato (los Qutub Quli Shahis) en 1518, año en que Hernán Cortés llega a Yucatán y gobernada por ocho sultanes a lo largo de 170 años, hasta 1687, cuando Newton publicó su ‘Principia Mathematica’ y Francia estaba gobernada por Luis XIV. En pocas décadas Golconda consolidó su gloria. La calidad de sus diamantes se hizo famosa en todo el mundo. Entre sus gemas están el Koinoor, la “Montaña de Luz”, ahora adornando la corona de la reina de Inglaterra, el Orloff, regalo de Catalina la Grande a su amante el Príncipe Orloff, ahora en el museo del Kremlin. El Regent, actualmente en el Louvre y que en otro tiempo lucía sus reflejos en la empuñadura de la espada de Napoleón, el Hope, maravilloso diamante azul ahora en el Smithsonian, y otros. En su tiempo, además de sus diamantes, la corte de los Qutub Quli adquirió admiración como centro de las artes. Los sultanes eran poetas y se rodeaban de poetas, cultivaban, además de las más refinadas lujurias, la devoción por las bellas artes, y por supuesto por el vino; ¿puede acaso soñarse con algo mejor?

El imperio Mogol, el más rico del mundo en su tiempo, ocupaba en aquellos días todo el norte de la India. El Sur estaba repartido entre imperio hindú de Vijayanagar y cinco sultanatos. Los mogoles, con la característica voracidad de los imperios, codiciaban estas tierras del Sur y comenzaron con su depredación. Durante casi un siglo, Akbar, el Shah Jahan (el del Taj Mahal) y finalmente, su hijo, el fanático puritano Aurangzeb hicieron intentos por devorar Bijapur y Golconda. Después de la caída de Bijapur, Golconda resistió el asedio mogol durante casi un año. Finalmente, gracias a un soborno se abrieron las puertas de la ciudad y los invasores entraron con la furia de un huracán a saquear, violar y entregarse al frenesí de la destrucción. El último sultán, Abul Hasan hizo frente a la derrota con toda la dignidad de un príncipe. Tomó un baño con aceites aromáticos, vistió sus más sobrias prendas, visitó su harem por última vez para despedirse y pedir perdón a las mujeres, recibió al enviado del emperador mogol, le invitó un té y se entregó como prisionero. Él estaba a otro nivel que sus conquistadores. Fue trasladado a una prisión en Daulatabad, cerca de la actual Aurangabad, donde murió con el corazón roto trece años después, casi el mismo año en que moría, al otro del mundo, otra poeta, sor Juana.

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